V
agaron durante milenios por el desierto, con paso lento y desma�ado, bajo un sol de oro fundido. Ten�an los ojos absortos de los desatinados y la piel cuarteada por el aire candente. Los escasos matorrales espinosos les arrancaban trozos de carne y delgados hilos de sangre.
No permanec�an mucho tiempo en un lugar. Hechiceros y rabdomantes decid�an el momento de abandonar un ojo de agua barrosa y salobre para buscar otro, que siempre resultaba ser tan mezquino como el anterior. Eran pocos centenares, agrupados en clanes que se odiaban unos a otros. Se identificaban con toscas esculturas de piedra que evocaban los animales que conoc�an: escorpiones, ratas, hienas, buitres, serpientes, lagartos y ciempi�s.
Durante el d�a gru��an y se arrojaban piedras y excrementos de hienas y de buitres. De noche, dorm�an en el flanco de las dunas o sobre el basalto, todav�a hirviente, que comenzaba a helarse con el crep�sculo. Com�an alima�as y algunas ra�ces, lo que pod�an arrancarle a la arena. Cuando cazaban v�boras o lagartos disputaban los trozos mientras intercambiaban insultos y pullas agraviantes. No pocas veces las palabras eran acompa�adas de golpes de maza.
Su �nica fiesta era el solsticio de verano, que les anunciaba d�as m�s cortos y noches m�s frescas. Durante toda esa jornada se cubr�an con ceniza y se arrojaban lluvias de escamas de reptiles mientras gritaban hasta desga�itarse. Era el �nico d�a del a�o en el que la vida del clan era regida por el j�bilo. Los dem�s quedaban bajo el dominio de divinidades subterr�neas que aconsejaban el suicidio mediante el infalible procedimiento de pisar una serpiente. As� se aseguraba la resurrecci�n en un territorio de frescas arboledas, con frutos blandos y carnosos colgando al alcance de la mano, con arroyos y cascadas por todas partes. All� los cuerpos carec�an de sombras porque no hab�a sol para proyectarlas.
Cre�an que sus antepasados hab�an llegado de la remota estrella que despu�s los astr�logos de la Mesopotamia bautizaron como Aldebar�n: un territorio de pe�ascos helados, agudos como lanzas, que se duplicaban en otro mundo id�ntico y, como aquel, tambi�n lejano e inalcanzable en el vasto cielo negro. En alg�n momento, sus hermanos vendr�an de all� para llevarlos de vuelta al hogar perdido, cosa que los hechiceros pregonaban a veces como un castigo y a veces como una salvaci�n.
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