La historia de la humanidad es la historia de la lucha contra la pesadez. Esta contienda tenaz, encarnizada y heroica, comenzó en el mismo instante en que el primer orangután se descolgó suavemente de los árboles, perdió el rabo y comenzó a caminar erguido sobre la superficie de la tierra. En una mano empuñaba una piedra, que lo mismo le servía para romper un coco o para espantar a las hienas; en la otra, un palo largo y puntiagudo con el que se rascaba la piel acribillada por los piojos. Sus gruñidos comenzaban a ser substituidos por torpes balbuceos que después se convertirían en palabras.
Desde entonces, el homo sapiens vive bajo la opresión, el menoscabo, la tortura y el hostigamiento de los pesados. En esa lucha desigual, que ya dura insoportables milenios, casi siempre mordió el doloroso polvo de la derrota. Pocas veces el mezquino azar o la ciega temeridad le permitieron entonar el himno enronquecido de la victoria.
¿De qué estamos hablando? De ese aterrador alud de plomazos, malhumorados, pesados, antipáticos, pichados, agrios, coléricos, intratables, boludos, pelmazos, tilingos, secos, imbancables, iracundos, malavueltas, aburridos, esquinados, huraños, cabrones, resabiados, asténicos, pelotudos, cargosos, inaguantables, ceñudos, filos de sartén, insípidos, estreñidos, neuróticos, coñazos, odiosos, pendejos, tediosos, resentidos, inoportunos, monótonos, avinagrados, repelentes, insoportables y esquizofrénicos que se ocupan, como si fuese una irrenunciable misión sagrada, de complicarnos la vida y escamotearnos el aire, la luz, la paz y la alegría de vivir. Todos ellos constituyen el objeto de un conocimiento que, de adquirir rango científico, recibiría el pomposo nombre de Pesadología.
¿Cómo denominar a esta especie tan extensa como dañina? Cada pueblo inventa una palabra para denostarla y atraer sobre ella la repulsa colectiva. En el Brasil, al pesado lo llaman chato; En el Río de la Plata, y en buena parte de América, la denominación más usada es la de pesado o plomo. Pero no son las únicas. Existen, naturalmente, las variantes locales, que pueden ser infinitas. Por ejemplo, en Venezuela, la voz es ladilla. En el Paraguay se emplea una palabra muy curiosa: argel. Igual que en los demás países, argel es un estigma y como tal debemos tomarlo. Identifica a estas malignas alimañas y concita contra ellas el temor y la precaución.
A PATA DE BUEN CABALLO
Como las plantas y los animales, las palabras también tienen su genealogía, a veces con raíces venerables y remotas. Argel es un buen ejemplo de ello. Para comprenderla, debemos mirar hacia atrás y remontar la oscura corriente de los siglos. Retornemos a las guerras que libraron, durante siglos, los reyes católicos contra la España musulmana, para recuperar los territorios que ésta les había arrebatado. Fue entonces cuando los guerreros castellanos comenzaron a capturar los famosos caballos, pequeños y veloces, sobre los cuales los árabes habían invadido triunfalmente la península. Entre estos animales había algunos muy ariscos, que se complacían en arrojar al suelo a los jinetes desprevenidos. Los distinguía el color: eran de pelaje oscuro y tenían una o varias patas blancas. Fue apropiado llamarlos argeles, porque se suponía que su origen era el otro lado del estrecho de Gibraltar.
¿Cómo llegó la palabra al Paraguay? En los bergantines que el adelantado Pedro de Mendoza, desesperado por las llagas que le comían el cuerpo y por la miseria que le roía la bolsa, lanzó aguas arriba a explorar las desconocidas entrañas de América. Los que se embarcaron eran soldados de fortuna, marinos y aventureros. Fueron ellos los que comenzaron a masticar esta palabra reacia y maligna. En el itinerario, exploraron las aguas de un río al que llamaron el Mar Dulce, y se internaron después hacia el Norte remontando una corriente de aguas barrosas y pasos traicioneros. En el trayecto encontraron una bahía de aguas mansas, cubierta por una ondulante alfombra de camalotes. Bajo las hojas flotantes acechaban los caimanes, cuyos ojos brillaban rojos y siniestros a la luz de las fogatas nocturnas. En las colinas abundaba la caza. Los indígenas cultivaban la tierra, a la arrancaban la mandioca amarga, el poroto y el maíz. Era el sitio ideal para anclar los bergantines y cargar bastimentos para el largo trayecto posterior. En ese lugar, mirando hacia la bahía, los recién llegados construyeron un fuerte, apoyado sobre el barranco. Era el año 1537.
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