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Helio Rudyard Vera Viveros, Helio Vera, nació el 5 de junio de 1946 en Villarrica del Espíritu Santo, una ciudad “sin espíritus ni santos”, como él mismo la describe en una tarjeta postal.

Marciano Alejandrino Vera Alderete, abogado, descendiente de los Vera y Aragón, antigua familia de “la ciudad andariega y romántica”, fue su padre. Lika Viveros Miloslavich, docente con ancestros croatas, su madre. El niño recibió el nombre de Helio por el Dios Sol, como una premonición paterna del destino que le aguardaba a su hijo, quien sería una luz muy potente en la literatura paraguaya. El segundo nombre, Rudyard, es por el escritor inglés Kipling, uno de los favoritos de su padre.

En marzo de 1947 se produjo la rebelión de Concepción, que se expandió a todo el país. Comenzó la cruenta guerra civil. El general Higinio Morínigo ejercía el Poder Ejecutivo y gobernaba con el Partido Colorado. Los militantes de otros partidos eran reprimidos, apresados o muertos. Marciano y Lika vivieron, entonces, situaciones dolorosas. En 1948 Marciano marchó exiliado a Buenos Aires. Se unió del éxodo de dirigentes opositores, que dejó profundas huellas en la vida social y cultural de la nación.

Helio permaneció en Villarrica con su madre. Aprendió a esperar y ejercitó la paciencia. Aguardaba inquieto noticias las esporádicas noticias que llegaban de su padre. Esta experiencia a edad temprana lo marcó de manera indeleble. Su novela póstuma, La casa blanca, se basa parcialmente en los dramáticos hechos de la Revolución del 47 que fueron investigados por Helio. En ella describe la realidad histórica con conmovedora belleza estilística y profundidad inteligente. Relata hechos y circunstancias verídicas, desarrolla interpretaciones sicológicas, políticas y culturales, que constituyen un extraordinario instrumento que permite acceder al Paraguay misterioso y desconocido.

Marciano regresó del exilio. Con la familia reunida se instaló nuevamente en Villarrica, ciudad de sus ancestros, donde retomó su trabajo profesional. La familia sobrevivía dificultosamente debido a las circunstancias generadas por el exilio. La vida no era fácil para nadie, menos para un abogado del interior. Los clientes del doctor Marciano eran en su mayoría campesinos insolventes. Buscaban una mítica justicia en medio de su pobreza. Marciano los atendía como si hubieran sido espléndidos pagadores. Muchas veces cobraba sus honorarios en especie. Pavos, gallinas, cerdos, quesos, huevos.

Lika, enseñaba en el Colegio Nacional de Villarrica. Pertenecía a la pléyade de maestros formados por Ramón Indalecio Cardozo, cultor de las técnicas pedagógicas más avanzadas de la época. Abría la mente de sus alumnos a nuevos conocimientos, estimulaba la imaginación y profundizaba la naturaleza de la formación docente.

Los padres trabajaban y Helio vivía una niñez de juegos y diversiones pueblerinas, aventuras traviesas y vivencias que alimentaban su imaginación. Imitaba actitudes y sonidos de los animales e imaginaba historias fantásticas en el amplio patio de la casa. Garabateaba dibujos y escribía breves relatos. Aprendió a leer y leía cualquier libro que caía en sus manos. Su curiosidad y su anhelo por aprender eran infinitos, por eso se sumergía en la lectura más variada.

La familia aumentaba. Nació Castalia María Luisa, a quien Helio apodó Maluli. Luego, Jazmín del Carmen.

Para conocer las claves de la formación de Helio y la naturaleza profunda de su literatura basta recordar la dedicatoria en el Diccionario del Paraguayo Estreñido: "A la memoria de mi madre, quien me enseñó a pensar, y de mi padre quien me enseñó a reír".

Marciano tenía un humor sarcástico e irónico. Reía de todo, definía a los conocidos con pinceladas certeras. Sus ocurrencias, sus comentarios sobre personajes y hechos que daban sabor a la vida lineal de Villarrica, se recuerdan hasta hoy. Helio heredó el humor, condición extraordinaria que le permitió penetrar en la naturaleza profunda de sus compatriotas. Sonreía con humor suave, delicado, implacablemente inteligente que no todos entendían. Los amigos de su misma condición intelectual se tornaban cómplices y festejaban con él su permanente juego dialéctico y retórico.

Su madre, Lika lo envolvió con ternura y le trasmitió el método y la urgente necesidad de pensar. Era una mujer exquisita y culta. También le enseñó reglas de urbanidad. Lika y Marciano componían una pareja que se complementó de manera estupenda en el plano intelectual. Ella era una lectora infatigable; él, un parnasiano que recitaba en las sobremesas poemas de Leopoldo Lugones y de Rubén Darío. Los hijos del matrimonio alimentaban materia y espíritu, con improvisadas sesiones culturales gastronómicas. Almuerzos de arte y cultura, en los que Helio, Maluli y Jazmín descubrían poesía, historia y geografía. La madre enseñaba historia, castellano y geografía en el Colegio Nacional de Villarrica.

Helio comenzó la escuela primaria en el colegio Salesiano de Villarrica, hasta donde caminaba cada mañana. Un día, durante el trayecto le mordió un perro. Sus padres lo trasladaron a la Escuela Normal.

La infancia y adolescencia en la calma ciudad transitaban con placidez. La actividad más deliciosa para el joven Helio era la lectura en la casa de sus padres y en la de sus abuelos paternos, donde se mantenían completas y variadas colecciones. Allí era feliz, surcando mares remotos con Emilio Salgari y viviendo aventuras fantásticas con Julio Verne.

Ya en su juventud leyó a Nietzche y otros filósofos clásicos. Imaginamos que parte de su cáustica ironía surgió como consecuencia de los genes de su padre con un variado y rico sentido del humor y de las lecturas de los críticos de la condición humana.

Pasó al Colegio Nacional de Villarrica. Como muchos artistas e intelectuales geniales no fue un alumno brillante. No quemaba sus pestañas estudiando. Tampoco demostró una particular dedicación a la convencional rutina de la escuela. La lectura, la sagacidad y capacidad de razonamiento, le permitieron pasar sin contratiempo los exámenes hasta recibirse de bachiller. En clase se distraía. Retrataba a profesores y compañeros a quienes definía con motes y certeros marcantes. Su facilidad para el dibujo hizo pensar a sus padres que Helio podía ser un buen arquitecto. Lo enviaron a Río de Janeiro para estudiar Arquitectura. Helio regresó al año, y contra las expectativas afirmó que su vocación era el Derecho.

Se propuso ser abogado e ingresó sin dificultades a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. Al mismo tiempo se incorporó como periodista al diario La Tribuna. Compartió noches de bohemia con sus amigos, se hizo socio del Club del Bolero, se enamoró y participó activamente en la vida de Asunción. Era joven, potente y genial. Vivía intensamente la aventura cotidiana. La carrera de abogado le ofrecía variadas y ricas alternativas. Su cultura enciclopédica y su curiosidad lo inclinaban a interesarse en todos los aspectos de la vida. Desde los más intrascendentes hasta los misteriosos.

Los compañeros de entonces recuerdan su facilidad para descubrir y entender la clave profunda de los temas que afrontaba. En una oportunidad, dos de sus condiscípulos se prepararon durante tres meses para rendir una asignatura muy importante. Helio debió integrar el grupo de estudio. La primera noche dijo: “Hasta luego… aháta aju… No volvió hasta la noche antes del examen. Entró silbando y preguntó a los agotados compañeros nutridos de la información necesaria: “¿De qué trata esta asignatura?”. Le pusieron al tanto. Al día siguiente, ante la mesa examinadora, Helio obtuvo la nota más alta. Poder de convencimiento, dotes de oratoria, dicción fluida ¿Qué pudo ser?

En 1967 se preparaba la salida de un nuevo diario. Helio se inscribió para practicar en el cuerpo de periodistas. Se trataba de ABC Color. Humberto Pérez Cáceres formó un staff de periodistas. No sólo debían saber escribir, tener cultura general y estar bien informados, sino que tenían que abandonar antiguos hábitos de la prensa. Entre los aspirantes a redactores, a prueba durante el año anterior a la aparición del matutino, Helio sorprendió por su capacidad y su velocidad para redactar. Por su poder de síntesis, vuelo intelectual y cultura. Pérez Cáceres vaticinó que sería uno de los más brillantes periodistas del Paraguay. No se equivocó.

Varios medios paraguayos lo tuvieron en su equipo. La consagración periodística de Helio llegó cuando asumió su condición de columnista. Desarrolló una forma peculiar de enfocar los temas a los cuales les quitaba el dramatismo solemne al que son generalmente adeptos los “analistas serios”. Descubrió que se podía hurgar en los tópicos más trascendentes con una pizca de humor que hiciera que el lector se prendiera al texto y entendiera mediante imágenes certeras y con sabor cotidiano, las complejidades más truculentas de los asuntos analizados.

La anquilosada argelería nacional no le comprendió de buenas a primeras y pretendió instalar la idea de que Helio disfrazaba con sátira una supuesta falta de profundidad en sus análisis. Nada más lejos de la verdad. Esa misma argelería nacional se tuvo que rendir luego ante la evidencia de que la gente comenzó a interpretar mejor la realidad de nuestro país gracias al estilo ingenioso de Helio que a la ampulosa retórica de los adustos próceres de la verdad que escribían siempre enojados.

Cuando se recibió de abogado, Helio abrió un estudio con un colega. Pasaba por allí de vez en cuando. El periodismo lo absorbía. Otro amor, la literatura, irrumpió con fuerza y dejó en segundo plano la intención original de estregarse totalmente a la abogacía. Quería ser un abogado responsable y serio pero lo atrapaban el periodismo y la literatura. En ese clima de dudas sobre su futuro profesional, en 1974 Helio se casó con María Elvira Careaga Vázquez. Del matrimonio nacieron tres hijos: Rodrigo, Fernando y María de los Ángeles.

Helio se prodigó y navegó en tres o cuatro aguas: el matrimonio, el periodismo, el derecho y la literatura. No abandonó ninguno de esos amores. Les fue fiel a todos pero decidió que su preferida sería siempre la literatura.

Encontró tiempo para escribir ficción en cualquier lugar. En la Redacción de los diarios, en medio del pandemonio de la hora de cierre; en el estudio jurídico aprovechando las horas sin clientes. Se sentía un amante furtivo que tiene más placer al encontrarse con su amada en medio de mil presiones. Así terminó de escribir su primer libro de cuentos, Angola, obra que revolucionó el ambiente literario por su ritmo y su prosa parca en adjetivos, límpida, neta, certera.

Con la familia agrandada, Helio buscó más trabajos fuera del periodismo. Su pluma era muy apreciada. Utilizaba su capacidad y su talento para hacer lo que se le pedía, sin dejar la lectura ni la escritura. Decía un familiar: “Helio, no hace nada, sólo lee y escribe”.

Su reino era el de la palabra escrita. No sólo la literatura ocupaba sus afanes. Criticaba la situación política en su columna semanal, con sabia agudeza. No era fácil contestarle.

Se trasladaba de un lado a otro, siempre apurado, pronto para partir aunque acabara de llegar. Lanzaba una frase ocurrente, observaba y dimensionaba la concurrencia, hacía una radiografía del momento y del lugar y corría otra vez, como huyendo siempre de algo, del tiempo que le caía encima oprimiéndolo, sofocándolo.

Su siguiente obra, el excepcional tratado En busca del hueso perdido –tal vez el libro más reeditado en el país, con trece ediciones– es un compendio de gran rigor investigativo, de estudio profundo de nuestra historia en todos los órdenes. El libro lleva la impronta de Helio: ingenio y picardía, aspectos acompañados de un estilo diáfano que atrapa al lector desde la primera hasta la última página. Su destreza en el manejo del idioma hace el resto.

Se sumaron otros títulos a su corpus literario. Uno de ellos, La Paciencia de Celestino Leiva (un libro al que él le tenía especial aprecio), uno de los más logrados volúmenes de cuentos de nuestra literatura, fue merecedor del Premio Municipal de Literatura 2006.

Posteriormente decidió trabajar en Derecho e ingresó a la función pública como asesor en la Fiscalía General del Estado. Allí ejercitó sus vastos conocimientos de estrategias jurídicas, políticas y periodísticas.

En 1996 falleció su esposa Elvira. Helio quedó viudo con tres hijos a su cargo. Afrontó las responsabilidades domésticas, la crianza, envolviendo todo en un ámbito hogareño donde siguió produciendo intelectualmente.

Doce años después de la muerte de Elvira, falleció Rodrigo, el primogénito. Helio dijo entonces: “Tal vez aprenderé a dormir de noche. Nunca lo pude hacer desde que Rodrigo enfermó. Amanezco sentado, mirando el reloj, pensando en los peligros que lo acechan. Mi hijo Rodrigo es tan inconsciente de todo y tan indefenso”.

Antes expresó, en una confesión muy rara, a una de sus hermanas: “Ojala yo no muera antes que Rodrigo. De otra forma, quién se encargará de él. Qué hará en la vida, a la que no tiene acceso un joven que padece una enfermedad crónica”. Después de la muerte de su hijo, afirmó: “Estoy convencido de que viviré poco, si llego a tres años más, será una hazaña”.

A los 40 días de la muerte de su hijo, murió Helio Vera. El informe médico explicaba que el fallecimiento se debió a un accidente cardiovascular. Quienes lo conocían y sabían de su inmensa tristeza, tenían la certeza de que lo llevó el dolor. Su corazón desbordado de amor no soportó más tanta ausencia.

Desde el 25 de marzo del 2008 la literatura paraguaya lleva luto por la pérdida de este gran creador. El periodismo también lo añora. Fue uno de los mejores. En la literatura y en el periodismo. Sus escritos son imperecederos.

Los músicos le llevaron una serenata ante su ataúd. Le rindieron un homenaje póstumo al amigo bohemio y generoso que cantaba y ejecutaba con maestría la armónica. Según recuerdan sus amigos, en sus cumpleaños decía que si alguien venía para hablar, tenía que traer un bozal. Quería la atención plena a la música, al bolero, una de sus grandes pasiones.

Helio Vera era introvertido, reservado, de pocas pero certeras palabras. Pocos lo vieron emocionarse. Las cosas le dolían pero no exteriorizaba su sentimiento. Se negaba a hacerlo. Huía del momento con una humorada. Hablaba poco de sí mismo, tenía un trato sencillo, afable y era querido por todos.

Le atraían la política y la historia. Analizaba y desentrañaba lo intereses y las mentiras ocultas con la precisión de un cirujano. Las de hoy y las de ayer. Fue leal al partido de su juventud, al que estuvo afiliado desde los dieciocho años, el PARTIDO REVOLUCIONARIO FEBRERISTA, lo que no le impidió ser buen amigo de colorados y liberales. A los 19 años fue enviado por el partido a Costa Rica, y colaboró con el semanario El Pueblo, órgano del febrerismo. Fue febrerista hasta el final. Nunca dejó de pagar una cuota. “Está al día”, dijo en su sepelio el viejo cobrador del partido.

En un momento de graves circunstancias políticas y sociales, el Derecho volvió a interesarle. Leyó y estudió hasta especializarse en Derecho Penal. Estudió e investigó esa disciplina y se constituye en unos de sus referentes. Escribió su tesis y la presentó en la UNA. Se traspapeló. Sorprendente accidente que lo decidió a presentarla en Pilar. Pocos días antes de que fuera a defenderla, falleció. No alcanzó a obtener en vida su título de doctor. Sus amigos y colegas opinan que no lo necesitaba. Lo era naturalmente..

La tesis, publicada como libro con el título TUTELA PENAL DE HONOR CONTRA LESIONES COMETIDAS A TRAVÉS DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN, se presentó en la fecha de su cumpleaños número 62. En la ocasión, el Dr. Luís Escobar Faella dijo: “Esta tesis no vale por una, equivale a 15 tesis. Felicitaciones, Dr. Helio Vera, usted ha salvado su tesis doctoral con Summa cum laude”.

Por su parte, el prologuista del libro de tesis, Dr. Wolfang Schöne, autor del Anteproyecto de Reforma del Código Penal, escribió que Helio se había ofrecido voluntariamente a ayudarlo en la redacción del citado Código. Sostenía que “Helio Vera, semana tras semana, día tras día, trabajó desde las 10 hasta las 12, sin faltar una sola vez y con una puntualidad contraria a su autoconfesada alma de bohemio… Sin hablar alemán, pero con gran sensibilidad para la estructura de la comunicación de y en cualquier idioma, desempeñó el papel de un traductor de ideas”.

Helio Vera fue escritor prodigioso, periodista, abogado para quien lo de “doctor” no fue un marcante sino un título preciso; estudioso de todo lo que significara vida; pensador profundo, desmitificador certero de vicios nacionales, enamorado de las manifestaciones ancestrales del espíritu de esta tierra, admirador de la cultura popular, contertulio de fantasmas y póras que habitan en nuestras noches insondables; organillero, bolerista, cantor desafinado.

Fue eso y mucho más. Pero tuvo, entre tantos, un oficio que amó entrañablemente y al que honró con su talento inconmensurable; al que se entregó con una pasión generosa, con una paciencia de orfebre y al que dedicó su letra inmortal: el oficio de ser paraguayo.

Helio Vera partió el 25 de marzo del 2008. Tenía 61 años de edad y muchas cosas por hacer. Su muerte es un hecho de relativa trascendencia. Él todavía está aquí. Y se va a quedar para siempre. Por suerte.