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Rubén Bareiro Saguier nació en Villeta del Guarnipitán, un pueblo de días transparentes y casas encaladas, con calles cubiertas de un pasto cuyo verdor sólo interrumpe la huella roja de las carretas. Con ese telón de fondo desfilan los personajes pueblerinos, reales o imaginarios, que siempre parecen escapados de una película de Fellini. Adivino otra huella, aun más profunda: la que esta villa dejó en la niñez del autor. Colores, sonidos, sabores. Y también, voces: las letanías gangosas de los estacioneros de la Semana Santa, las canciones épicas de los juglares, los espantados relatos de las viejas. Es inevitable hablar de Villeta porque, de un modo u otro, ella habita buena parte de los once cuentos de Ojo por Diente (1972) y los diez de El Séptimo Pétalo del Viento (1984). Es decir, todo el contenido de “Cuentos de Dos Orillas”. Curiosamente, esta pequeña población, que conoció días mejores, como obligado embarcadero de las naranjas, contiene algunas claves del aciago itinerario del Paraguay. En Itá Ybaté, a pocos kilómetros, fue despedazado el ejército del mariscal López, en el caluroso diciembre de 1868. Allí terminó todo intento serio de resistencia militar contra la Triple Alianza. En 1904, durante la guerra civil, se instaló en Villeta el gobierno rebelde que terminó por imponerse al presidente coronel Juan Antonio Escurra y, de ese modo, puso fin a la hegemonía colorada en el poder. Y fue en su playa barrosa donde, en agosto de 1947, fueron fusilados los últimos combatientes de la patriada revolucionaria que había comenzado el 8 de marzo, en Concepción. Y ahora, hablemos de literatura. Si adoptamos una preceptiva rigurosa, podríamos decir que en el Paraguay no hay narrativa hasta la segunda mitad del siglo XX. Pero si entendemos a la narrativa estrictamente como la construcción de un discurso estéticamente significativo en el que se opta por fabular antes que razonar, debemos convenir en que sí la hubo. Ella se encuentra, íntegra y apasionada, en obras cuya apariencia externa es la historia o el alegato social. Seleccionaré tres, que son paradigmáticas: El libro de los héroes, de Juan E. O´Leary (1879-1969); El Alma de la Raza (1918), de Manuel Domínguez (1868-1935), El dolor paraguayo (1909), de Rafael Barret (1876-1910). Por su propensión mítica y por su clara intención estética, estas obras tienen un carácter fundacional para la narrativa paraguaya. En los tres casos, la realidad -pasada y presente- establece un activo contubernio con la ficción. Hay en ellos un aire de cantar de gesta, la emoción del juglar que toma partido por el héroe, idealizado hasta ser llevado al centelleante escalón de los semidioses. No hay nada aquí de la distancia que el historiador debe poner ante los hechos para poder analizarlos, o la del sociólogo que evalúa fríamente el papel de los actores sociales. Rasgo común de estos tres textos es, literariamente hablando, la inexistencia de un personaje central que lleve de la mano al narrador a través de los sucesos. El protagonista es todo el pueblo. Los héroes de O´Leary, por lo menos los recordados en esta obra, se funden en la epopeya colectiva. Barrett pone el acento en los humildes, sumergidos en la miseria y en la explotación. Domínguez idealiza hasta la exageración las virtudes de una raza. Por encima de esta idealización de lo colectivo, en la misma época comenzará a crecer el culto del mariscal López. La guerra del Chaco produce un sismo que sacude todos los cimientos de la sociedad y pone al desnudo hondos problemas estructurales de la nación. Le sigue la revolución de febrero de 1936, que incorpora al escenario nacional el debate ideológico que en ese momento conmociona al mundo. Con el marco de estos conflictos, que constituyen otros tantos estímulos vitales, varios jóvenes talentosos son empujados al campo de la literatura. Todavía hay ecos del pintoresquismo, el chauvinismo, los arquetipos morales y los paisajes pastoriles, fronterizos con el panfleto político y social. Signan el estilo de La Raíz Errante (1951) -de aparición tardía aunque su filiación corresponda a una fecha anterior- de Natalicio González (1897-966); Bajo las Botas de una Bestia Rubia (1933) y Cruces de Quebracho (1934), de Arnaldo Valdovinos (1908-1991). Pero en seguida aparece la llamada promoción del 40, varios de cuyos miembros -Roa Bastos (1917-), Oscar Ferreiro (1921-2004), Josefina Pla (1909-) y otros- integran el grupo conocido como Vy´a Raity. El mundillo provinciano de Asunción ya tiene personalidades como Hugo Rodríguez Alcalá (1917-), Pablo Max Ynsfrán (1894-1972), Justo Pastor Benítez (1895-963) y Efraím Cardozo (1906-9732). Julio Correa (1890-1953) –en el teatro, el cuento y la poesía de combate– es otro de los animadores de este tiempo raigal, al que debemos mucho de lo tenemos hoy. Todo ello, sin olvidar el vasto movimiento de la poesía en guaraní, que comienza a afirmarse sobre la renacida valoración de la identidad paraguaya. Estamos ya ante un intento serio y promisorio en el terreno literario, en el que brilla la alucinada certidumbre de que se está realizando una tarea fundacional.
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