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I
Dorotea Duprat de Laserre no piensa ahora en su esposo, en su padre ni en su hermano, reos convictos de alta traición a la República, fusilados en San Fernando. No piensa en la guerra, que decae en escaramuzas cada vez más aisladas en este último mes de 1869, cuando ya no queda casi nada del ejército del mariscal López. Ni siquiera piensa en el hambre que le venía mordiendo las tripas desde hace varias semanas y que la empujó a escapar, con las demás mujeres, del tenebroso campamento del Espadín. No. No es tiempo de desempolvar recuerdos aunque sean recientes, todavía frescos y punzantes. Lo único que tiene entidad concreta es este trozo de carne asada que demora entre los dientes, como para dar tiempo a las papilas a recuperar la lenta memoria de su sabor. Es la primera alimentación que merece este nombre desde hace mucho tiempo y por eso las comensales le conceden las graves ceremonias de un banquete en el Club Nacional. Pero ellas no están reunidas en un sarao, mecidas por música de flautas y violines, sino descansando en un claro de la selva, los vestidos reducidos a andrajos, las cabelleras desgreñadas y barrosas, los pies descalzos destrozados por la marcha. Hay más de torvo aquelarre de brujas que de tertulia de damas de subida alcurnia en este grupo que come pausadamente, en cuclillas sobre la tierra. Muchas se rezagaron en el sufrido itinerario que comenzó en el Espadín y tiene ahora su esperanzada posta. Cincuenta eran al partir y ya no llegan a veinte. Las demás quedaron por el camino, comidas por la fiebre, derrotadas por el cansancio o vaciadas por la disentería. No es de buen aguero el recuento de sus nombres. Dorotea no lo haría, pero entre estos se encuentra el de alguien de su especial afecto: Felicia Giménez, criada de la familia, pero además confidente y dama de compañía. Felicia Giménez. Imaginarla muerta es borrar una parte vital de la memoria. Huérfana, no terminaba de aprender a caminar erguida cuando fue entregada a los padres de Dorotea. La trajeron de lejos, de un pequeño caserío sin nombre, mucho más allá de donde terminaba el camino real que llevaba a Itauguá. Desde entonces fue una sombra de los Duprat. Imprescindible, como el mueble antiguo que justifica el rincón de una casa; ubicua, como el canto aéreo de un pájaro. Ayer nomás, se vieron por última vez. Habían caminado todo el día. La noche estaba cayendo y el horizonte abundaba en pesadas nubes de tormenta y en un hondo bramido de tigres o de truenos. Felicia estaba más cansada que las otras y ya no tenía fuerzas para seguir. La piel amarilleaba sobre sus huesos y frecuentes escalofríos la hacían temblar como poseída por el baile de San Vito. Ella entendió. No tenía derecho a demorar el tropezado rumbo de sus compañeras. Quedó allí, recostada en un árbol, esperando la soledad nocturna y la previsible muerte. Tomó la mano de Dorotea y le pidió la bendición. El resto del grupo se detuvo sólo el lapso de una oración y de una despedida. Pero quién puede pensar ahora en Felicia o en las demás que quedaron atrás para engordar a los yryvu, negros comedores de carroña. Eso es ayer y es historia vieja; esto es hoy: la fiesta de la carne, el mecánico desgarramiento de las fibras entre las muelas, la alegre danza de los intestinos. El obsequio llega a los estómagos después de semanas de disputar raíces a la tierra o de roer, sin asco, los miserables restos de alguna alimaña. Esta ración ha cambiado radicalmente las cosas. La esperanza, como una débil flor secreta, ha renacido de los escombros de la angustia.
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