I
La india Juliana hojea, absorta, el libro que el capitán Juan de Salazar de Espinoza, su señor, le ha dejado sobre la mesa. Sus ojos se llenan con el deslumbrante color de los grabados y con las imágenes que se despliegan en el papel. Nunca había visto estos colores tan intensos, que no se encuentran en la selva ni en el cielo, ni estas formas humanas tan nítidamente dibujadas, ni hubiera pensado que existían sobre la tierra objetos tan extraños y bellos como los que están ante sus ojos.
Los grabados, surgidos de la mano de un artista exquisito, describen amplias habitaciones con pesadas cortinas bordadas, altos muebles de madera tallada y vitrinas en las que reposan, al abrigo del polvo, porcelanas y cristales de las mejores fábricas de Europa. Hay manos pálidas y venosas que sostienen copas cinceladas, y delicados pies descalzos que caminan sobre gruesas alfombras. En los dedos de los personajes refulgen los anillos, cuyas piedras reflejan la luz ambigua de las habitaciones. Arden las velas en los candelabros de bronce, definiendo zonas de luces y sombras para resaltar gestos, caras o expresiones.
Un guerrero sombrío, inmóvil en su busto de mármol rosa, clava sobre Juliana una mirada verdosa que parece seguirla cuando ella cambia de posición. La salvaje barba rizada cae desordenadamente sobre la coraza. Ella se estremece, porque le aterra este hombre que puede mirarla tan fijamente, aún después de haber sido despojado de la mitad de su cuerpo. No la inquieta menos una mujer que se despereza sobre una cama con dosel y colgaduras, en el centro de una alcoba que recibe, filtrados, los débiles rayos de un crepúsculo rojizo.
Sobre una mesa redonda, un botellón de cristal facetado todavía conserva la mitad del vino. Lo rodean varias copas. De una de ellas, volcada, escapa una lengua de líquido oscuro. Sobre el tapete carmesí brilla la hoja de una daga. Hay también un desparramo de barajas españolas y monedas de oro. En otra página, se ve una larga galería, iluminada por cuatro arañas. Los numerosos espejos de los dos muros enfrentados multiplican los cuerpos desnudos de una pareja de adolescentes negros. Todavía conservan, sobre las cabezas, los turbantes con los colores de su clan.
Juliana desliza los dedos sobre las imágenes coloridas, como para cerciorarse de que todavía se encuentran allí, y sus oídos se llenan con el chasquido de las hojas. Aquí están la furia llameante del rojo, la lividez traidora de la plata y las engañosas profundidades del azul. Y, también, otras tonalidades que ella nunca pensó que existieran: el dorado espléndido de las monedas, que sólo había visto en las escamas del combativo pirajú, el enorme pez de los ríos paraguayos; la transparencia -si es que esta es un color- de los jarrones, que permite ver, pero deformados, los objetos que se hallan detrás; la negrura siniestra de un taburete de ébano con cuatro patas que terminan en otras tantas zarpas de león; la blancura enfermiza de unos dados de marfil que caen de un cubilete empuñado por una mano enguantada. Y el rosa, ah, el rosa, que tiñe las mejillas y palidece al llegar a los vientres y a los muslos.
¡Cómo la atraen los colores y los dibujos! Pero -ella ya lo sabe- estos no bastan. Para saber lo que ocurre en este mundo fantástico y lujoso, Juliana debe leer los epígrafes que describen lugares y situaciones. Pese a toda su fascinación, las imágenes requieren de la docta explicación del texto que las acompaña. Es la palabra escrita la que desvanece las ambigüedades y fija con exactitud el sentido de las escenas. Por eso, es preciso aprender este idioma endiablado y silencioso, escondido en los oscuros signos de la tipografía. Con este libro que aviva su imaginación, Juliana está aprendiendo a leer. Con él está penetrando los primeros secretos del castellano; con él encuentra el significado que esconden estos diminutos trazados tan parecidos a arañas esquivas sobre la superficie del papel.
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