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Ningún acontecimiento como la guerra es capaz de estremecer, con sus desaforados zarpazos, los repliegues más recónditos de la misteriosa condición humana. Allí confluyen, en un confuso torrente, la codicia y el renunciamiento, la vanidad y la modestia, la crueldad y la misericordia, el miedo y la temeridad, la delicadeza y la tosquedad, la resolución y la duda. Allí se encuentran, en ardiente conciliábulo, hablando todos al mismo tiempo, el delirante Don Quijote y el príncipe Hamlet, el valetudinario doctor Fausto y el cruel califa Harún al Raschid, el cazurro y sentencioso Sancho Panza y el celoso Otelo, el hipócrita Tartufo y el noble Cid Campeador. En la guerra del Chaco encontramos estos mismos abrumadores contrastes, sólo que esta vez el desfile de los paradigmas ocurre con el trasfondo de una naturaleza tal, que todo el que se empeña en describirla tropieza infaliblemente con el adjetivo cruel. Hablamos de un territorio salpicado de interminables palmares que alternan con islas de repentina vegetación achaparrada; de llanuras resecas por el sol de fuego que, repentinamente, se convierten en un mar interminable; de selvas espesas que abundan en las especies más bellas de la Creación; de ríos caudalosos que desaparecen de repente para renacer, con la misma fuerza, varios kilómetros después; de lugares alucinantes como el Talcal, donde una gruesa capa de polvo finísimo cubre la tierra y se mece en el aire con cada golpe de viento, produciendo la fácil impresión de un paisaje lunar. Allí está el vasto silencio de las noches pobladas de altas estrellas glaciales; el paso cadencioso del jaguar en busca de su presa; el horizonte rojizo, percutido por los hipnóticos tambores indios; el vuelo repentino de miles de garzas, espantadas por la llegada del hombre, el más temible de los depredadores del planeta; el rítmico clac clac de las mandíbulas de los caimanes, cuyos ojos nocturnos brillan como cigarros, a la luz de las linternas, en lagunas cenagosas y en riachos famélicos. Es curioso encontrar que, en el remoto pasado, el Chaco ha sido un espacio de fricción entre las culturas andinas y las del trópico. Por allí pasaron las migraciones guaraníes que se detuvieron ante los muros pedregosos de la cordillera, donde se afincaron definitivamente. Son los que conocemos como chiriguanos, voz quechua que significa, literalmente, “cagados de frío”, porque no de otro modo tuvieron que haber visto los habitantes del Altiplano a estos hombres semidesnudos que invadían los territorios del Inca. Guerreros implacables, de arcos largos y flechas venenosas, que se enorgullecían de una gastronomía que incluía el hábito incivil de devorar, tiritando, los despojos mortales de sus enemigos, hecho que habrá repugnado a los refinados líderes del Incario. La toponimia chaqueña es, por otra parte, un mosaico de voces andinas y tropicales, que marcan muchos de sus rincones. Basta con señalar que la propia palabra Chaco (chacú), así como Pilcomayo, denominación del errático río que baña y parte en dos a este territorio, provienen del quechua. Simultáneamente, palabras guaraníes denominan sitios bolivianos de la región de Santa Cruz, entre ellos los que ganaron notoriedad mundial con la campaña guerrillera del mítico revolucionario Ernesto Che Guevara: Ñancahuasu (yakaguasu), que quiere decir “naciente del arroyo grande”, o Camiri (ka´amiri), que quiere decir “bosquecillo”. Fue en el Chaco donde se produjo el choque de voluntades que se conoce como guerra. Y fue allí donde paraguayos y bolivianos se enfrentaron, con alegre irresponsabilidad, en un conflicto que terminó por arruinar sus economías, devorar decenas de miles de vidas y triturar sus precarias instituciones, para abrir camino a desordenados procesos revolucionarios que generaron, a su vez, interminables estallidos de violencia interna y complejas cadenas de venganzas y resentimientos. Sería casi imposible pensar en los procesos políticos posteriores a 1935 sin retornar a la causa de las causas, a aquel tremendo huracán que movió todas las cosas y sacudió todas las conciencias. Pero también, quién podría negarlo, fue la guerra la que estrujó el corazón de paraguayos y bolivianos y los empujó a inclinarse sobre el brocal del profundo pozo de nuestras miserias colectivas. Allí donde se encuentran las enfermedades endémicas y la ignorancia, y donde la brutalidad del poder del fuerte sobre el humilde convive con la fraternidad que rige las relaciones de las capas sociales más bajas. Allí están la explotación más inhumana del prójimo y la petulancia de las elites que se educan en Europa y desprecian a quienes tratan de indios y de quienes sólo se diferencian externamente por la seda de sus corbatas y la fragancia de sus perfumes.
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