Warning: Use of undefined constant id - assumed 'id' (this will throw an Error in a future version of PHP) in /home/heliovera/public_html/heliovera.php on line 84
Documento sin título

CAPÍTULO II

DONDE EL DOCTOR FRANCIA BUSCA UN HUESO SIN ENCONTRARLO



¿Existe el paraguayo, categoría abstracta invocada como objeto de este ensayo? No tengo inconveniente en aceptar que tal categoría es desconocida sobre este mundo. Sólo existe dentro del territorio de este ensayo. Hablo apenas del habitante efímero de estas páginas urdidas apresuradamente. En realidad, hay muchas clases de paraguayos. Hay paraguayos del campo y de la ciudad. Hay paraguayos “gente” y paraguayos koygua (campesino oculto). Hay paraguayos “arrieros” y paraguayos “conchavados”. Hay paraguayos valle y paraguayos “loma”, como propone la tipología de Ramiro Domínguez. Hay paraguayos de origen europeo y paraguayos mestizos, en cuya sangre duermen antiguos genes nativos. Y también, paraguayos indígenas: Chamacoco, Mbya Apyteré, Nivakle, Toba, Sanapaná, Moro y de varias otras parcialidades. Hay paraguayos de tipos de sangre A,B,C y quien sabe de cuántos otros.

     Hay paraguayos blancos, albinos, rubios, trigueños, morenos, overos y amarillos. Este último color proviene algunas veces de la ictericia. O, lo que es más común, cuando una persona nacida en algún remoto y laboriosos país oriental ha sido fraternalmente munida –previo pago de una generosa cantidad de dólares, of course- de una irreprochable documentación. Estos papeles convierten al oriental es más paraguayo que el montonero José Gill, que el alférez Ñandua o que Jakaré Valija. Esta mágica transmutación ha tenido entusiastas y destacados propulsores, uno de los cuales adquirió, no sé porqué oculto motivo, la denominación de “el hombre de los seis millones de dólares”. Malevolencia de la gente, que no sabe apreciar es esta clase de acciones la pura caridad cristiana, el eco de la milenaria doctrina del maestro de Asís, el gesto solidario de los traperos de Meaux.

     Por último, como es muy notorio, hay paraguayos de primera y de segunda categorías. Para distinguir a los primeros no hace falta leer un tratado de antropometría sino verificar el contendido de una credencial de forma rectangular. Sus poseedores tienen acceso al piso superior de la república. Allí se adquiere el privilegio del consumo racionado de vaka´i en las multitudinarias concentraciones cívicas; el derecho a lanzar al aire el pipu de reglamento al escucharse la polca “número 1”, seguida invariablemente por la “número 2”; conchavo seguro y abuso libre en la función pública, además de otras minucias. Los segundos deben contentarse con la planta baja, recinto generalmente húmedo, expuesto a los fríos vientos antárticos y a los agobiantes soplos del Norte, cuando no al incómodo y oscuro subsuelo, en inacabable plática con arañas, lauchas y cucarachas.

El “tipo ideal”

        Ahora bien, si existen tantas variables, ¿por qué, en nombre de qué, hablamos entonces del paraguayo? Podría despistar a los curiosos refugiándome en la metodología de Max Weber, con su interesante esquema del “tipo ideal”. Esta categoría resume, en un supremo acto de abstracción teórica, los elementos más notorios de un grupo humano en una época determinada.
        “ Se obtiene un ideal tipo – dice Weber- al acentuar unilateralmente uno o varios puntos de vista y encadenar una multitud de fenómenos aislados, difusos y discretos, que se encuentran en grande o pequeño número y que se ordenan según los precedentes puntos de vista elegidos unilateralmente para formar un cuadro de pensamiento homogéneo” (1)

         Se supone que el tipo-ideal es construido por el investigador como un instrumento de trabajo. Se trata, obviamente de un acto arbitrario: el de aislar un segmento de la realidad a partir de ciertos puntos de vista, eligiendo algunos aspectos que consideramos jerárquicamente más relevantes que otros, para elaborar un modelo. En él brillarán los rasgos más significativos de ese segmento elegido. Los criterios pueden ser muy variados: desde los niveles de ingreso hasta los grupos erarios, pasando por el color de los cabellos y el tipo de bebidas que prefieren para emborracharse.

        ¿En qué consiste realmente el “tipo ideal”? No es un modelo axiológico ni una guía para la acción. Ni debe ser identificado como el reflejo de la realidad, aunque se proponga conocerla de manera fragmentaria, seleccionando algunos aspectos que son coherentes entre sí y que nos darán la deseada imagen de conjunto. El ideal-tipo no tiene la pretensión de ser la pura esencia de la realidad, como en un sistema platónico. Por el contrario, se confiesa irreal pero para poder aprehender mejor la realidad. En este caso, el conjunto de rasgos que hemos seleccionado permite construir, con la tenacidad de un escultor, el tipo medio del paraguayo. Como en la escultura, el trabajo no consiste en dibujar una imagen en la piedra sino en extraer de ella todo lo que estorba.

(1)  Weber, Max: “Estudios críticos al servicio de la lógica de las ciencias de la cultura”, en ESSAIS SUR LA   THÈORIE DE LA SCIENCE. París, 1965, pág.181.

El paraguayo: ¿un hueso de más?

      
       ¿Estamos los paraguayos- como lo sugería entre sorbo y sorbo de pausado fernet, un maligno teorema de cafetín, ya fallecido- gloriosamente emancipados de las tenaces leyes de la sociología y de la antropología? ¿Se encuentran realmente cerradas herméticamente las puertas y las ventanas de la nación, con abuso de trancas y cerrojos, a los periódicos ventarrones de la historia?

     ¿Somos en verdad un inexplicable pero vigente subgénero del homo sapiens, a medio camino entre el penúltimo troglodita y el poderoso Golem, creación ominosa de la Cábala hebrea? Cunde, desde luego, la tentadora sospecha de que podríamos construir una colectividad con algunas características poco comunes, Estas nos distinguirán estrepitosamente de los demás pueblos que habitan el cansado “globo de la tierra y el agua”.

     Sería un asunto inédito para una época como la nuestra, cargada de escepticismo y de racionalismo. Época en la que, suponiéndose descubiertos todos los arcanos de la especie humana, etnológicamente hablando, se buscan objetos más lejanos para la pesquisa científica: las ignotas estrellas, las intimidades de los átomos, las misteriosas fuentes de la vida.
     La sospecha de nuestra singularidad no es nueva. El Dictador Francia fue de los primeros en aventurar esa hipótesis. Rengger anota en su obra: “…le gusta (al dictador) que lo miren a la cara cuando le hablan y que se responda pronta y positivamente. Un día me encargó con ese objeto que me asegurase, haciendo autopsia de un paraguayo, si sus compatriotas no tenían un hueso de más en el cuello, que les impedía levantar la cabeza y hablar recio” (2)
     De tener esta hipótesis alguna base firme, nos hallaríamos ante un grave desafío: los paraguayos poseeríamos el carácter de rara avis en la monótona y prolífica especie de los bípedos implumes. Esta tesis tiene dos vertientes totalmente opuestas entre sí, que se combaten con religioso fervor. La primera postula que somos simplemente un pueblo de cretinos, infradotados a fuerza de palos recibidos con secular rutina. La segunda proclama orgullosamente que constituimos una virtuosa especie de superdotados.
     Las consecuencias serán diversas según el punto de vista que se adopte en esta cuestión. Entre ellas, una que puede pasar desapercibida al observador más superficial: comprender a los paraguayos escaparía a la sapiencia de las disciplinas conocidas. Exigiría un conocimiento especializado al que sólo tendrían acceso ciertos especialistas. Pocos, pero cargados de luengos años y de abrumadora sabiduría. Grupo selecto, es cierto, pero reticente a compartir sus secretos con gente cargosa e ignorante.

(2) Rengger, J.R. “Ensayo histórico sobre el Paraguay”, en EL DOCTOR FRANCIA, RENGGER/CARLYLE7DEMERSAY, El lector, Asunción, 1982. pág.176

Un paseo por la eternidad

     No faltan elementos de juicio que fortalecen la posibilidad de que, por algún impenetrable designio celeste, estemos desvinculados de las crasas limitaciones que abruman a los seres humanos comunes. Recordemos, solamente de paso, expresiones conocidas, tales como “El Paraguay eterno”, el “Ser nacional” y algunos otros eternos que circulan como moneda obligada, en el invariable discurso local. Estas expresiones comparten el mismo discurso, se hallan en amigable connubio, habitan una misma cosmovisión.
      Al ilustrado lector no escapará que palabras como “eternidad”, “ser” y otras parecidas designan categorías que no están dentro de los límites de los aburridos asuntos humanos. Se encuentran más cómodas dentro de los elevados dominios de la metafísica, ubicados, según están contestes afamados teólogos y filósofos, entre las lejanas nubes del cielo.
      La eternidad, sobre todo, reconoce más familiaridad con los negocios de la divinidad que con los de su más famosa creación. Obra ésta hecha a imagen y semejanza de su creador, según explica el sacro relato bíblico. Sólo que me permito agregar que la versión actual del Génesis habría omitido –parece que debido a la torpeza o a la piedad de ciertos copistas del siglo II- un versículo fundamental. En él se aclara de manera irrefutable que la copia no se hizo del original sino de la imagen proyectada en un espejo cóncavo. Por añadidura, éste fue roto de una pedrada maleva durante la frustrada rebelión de los ángeles, capitaneada por el conocido agitador y demagogo Luzbel.
 
     Perdóneseme la digresión anterior, que no será la última. Lo que interesa aquí es que cosas como las comentadas nos inducirán a pensar que en el Paraguay no sería una categoría histórica y, por lo tanto, instalada en el tiempo y el espacio, sino algo más trascendente: una pura y delicada esencia flotando airosamente en el universo. Sus habitantes tendrían prendas tan singulares que quedarían apartados de las influencias y condicionamientos que fatigan a los demás pueblos de la tierra.
     
      Es probable que esta tesis sea recibida con un unánime murmullo de escepticismo. Es que todo lo que escapa al conocimiento directo, a lo que se considera “normal” dentro de una cultura, recibirá un inmediato rechazo de los sacerdotes de la medianía. Esto no es nuevo en la historia.

       En la medieval universidad de La Sorbona, a los cuatro doctores más ancianos de la casa se les encargaba una grave misión: oponerse a toda novedad. Los cuatro eran llamados, seguramente por lo encumbrado de su cometido, nada menos que “señores”. Todo conocimiento que pudiese excitar la curiosidad o la extrañeza era recibido por estos truhanes con un ruidoso portazo en las narices. Gente de la misma calaña acorraló a Galileo Galilei; llevó a Servert a la hoguera, arrojó a Marco Polo a un calabozo y trató de loco a Cristóbal Colón.
    
      La existencia de extrañas razas sobre la tierra, inclasificables desde todo punto de vista, se halla plenamente avalada por testimonios concordantes. De ellos surge la convicción de que efectivamente existen algunas muy especiales: entre ellas, el friolento “Yeti”, del Himalaya, a quien alguien que no se habrá mirado en el espejo arrojó el infame mote de “abominable”; los gigantes que vio el cronista Pigafetta durante el viaje de Magallanes. ¿Cómo espantarse entonces ante la simple afirmación de que los paraguayos somos seres fuera de los patrones habituales de las ciencias conocidas?

La gripe y el coqueluche

    No incurramos en la  herática precipitación de desautorizar de entrada esta venerable doctrina nacional. Al fin de cuentas, ha quedado constancia indubitable de la existencia de pueblos e individuos estrafalarios. Humanos, en última instancia, pero con algunos rasgos que concedían a sus razas una identidad singular e irrepetible. Los documentos y testimonios acumulados a lo largo de siglos no nos permiten dudarlo.

     La descripción de estos grupos se halla dispersa en una vasta y sorprendente bibliografía en todos los idiomas de la tierra. De ella surge la convicción, que me apresuro a suscribir, de que no tenemos derecho a extrañarnos ante la postulación de razas excepcionales: comunidades de bichos raros, pero reales. Como lo son hoy en el mundo de la zoología el ornitorrinco o el facocero. O como el gruñón tagua de la sabana chaqueña y el celacanto de las profundidades del Índico; especies ambas que todos creían extinguidas hace milenios, pero que siguen tan campantes, como diría el slogan de una conocida marca de whisky.

       América fue hábitat preferido por muchos de estos grupos. Así lo informaron los primeros europeos que llegaron a estas tierras y asentaron sus maravilladas observaciones en páginas inolvidables. Ellos nos hablan, por ejemplo, de individuos con orejas tan grandes que podían acostarse sobre ellas en verano, como si fuesen el más mullido colchón; en invierno les servían de mantas, con las ventajas térmicas que son de imaginar.

     Se diría que no hay vestigios de estos pueblos en la actualidad. Pero es bien sabido que los nativos de América perecieron masivamente víctimas de enfermedades traídas por los europeos, para las cuales sus sistemas imunológicos carecían de defensa alguna. Bien pudiera ser que plagas difundidas por estas letales cepas importadas hayan exterminado, en rápido y eficaz genocidio, a las colectividades fuera de serie de las que estamos hablando.
  
     “Se calcula – corrobora Darcy Ribeiro- que en el primer siglo la mortalidad fue de factor 25. Quiere decir que donde existían 25 personas quedó una. Estas pestes fueron la viruela, el sarampión, la malaria, la tuberculosis, la neumonía, la gripe, la papera, el coqueluche, las caries dentales, la gonorrea, la sífilis, etcétera “(3)

  1. Ribeiro, Darcy. “La nación latinoamericana”, , en NUEVA SOCIEDAD, setiembre/octubre de 1982, San José de Costa Rica, pág.2.

Mal gálico: contribución americana

      Ribeiro incluye, al parecer equivocadamente, a la sífilis entre las enfermedades importadas. Parece, no obstante, que este mal fue una contribución americana a la patología médica mundial. Era lo menos que se podía hacer: pagar a los recién llegados con una moneda parecida a la que estos difundieron tan desaprensivamente por estas comarcas.

      Fue así como el “mal gálico” o “mal de Nápoles” (los franceses decían que venía de Nápoles; los italianos que venía de Francia) hizo estragos entre los conquistadores. Estos tardaron bien pronto en comprender que la imprudente promulgación de la ley del gallo iba a tener un precio muy alto, Las víctimas se sucedieron de Norte a Sur y de Este a Oeste. Una de las primeras fue el primer adelantado del Río de la Plata, don Pedro de Mendoza, La enfermedad debería ser llamada apropiadamente “mal gállico”, por ser la consecuencia de la bulliciosa y jaranera “ley del gallo”.

    El venenoso Voltaire nos sugiere el tema al hacerle decir a Pangloss, en su CÁNDIDO, que el primer europeo en contraer esta enfermedad fue el propio Cristóbal Colón. “Si no hubiera pegado a Colón en una isla de América este mal que envenena el manantial de la generación, y que a veces estorba la misma generación, y manifiestamente se opone al principio, blanco de naturaleza, no tuviéramos ni chocolate ni cochinilla, y se ha de notar que hasta el día de hoy es peculiar de nosotros esta dolencia en este continente, no menos que la teología escolástica” (4).
   
      Advertía Voltaire agudamente que hasta entonces el mal no había llegado a Turquía, la India, Persia, China, Siam y Japón, “pero razón hay  suficiente para que lo padezcan dentro de algunos siglos” (5). No hubo que esperar tanto. No pasó mucho tiempo para que su vaticinio se cumpliese con exactitud. Las guerras y el comercio –soldadesca y marinería mediante- se encargaron de convertir al mal de Nápoles en patrimonio universal.

    Lo que importa es que las enfermedades traídas por los europeos acabaron con gran parte de los nativos del Nuevo Mundo. Entre ellos, tal vez más vulnerables, a miembros de las razas “sui generis”. En represalia, la sífilis diezmó a los europeos sin que pudiesen estos combatirla eficazmente con la pobre medicina de la época. Humillantes lavativas y repugnantes brebajes solo contribuían a hacer más penoso el previsible final.

  1. Voltaire. CÁNDIDO, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1969, pág.14.
  2. Id. Id

Esquípodos y sirenas

    Herodoto, el padre de la historia, anota la existencia de los misteriosos neuros que se convertían en lobos por lo menos una vez por año aunque, también es cierto, por pocos días. “Es posible que esos neuros sean magos (6), arriesga el padre de los historiadores. Son igualmente persuasivos los relatos sobre el delicado chapoteo de las sirenas, hermosas mujeres cuyas largas cabelleras cubrían las partes que los hombres de mar juzgaban más interesantes. Más de un atropellado pescador se habrá llevado una sorpresa mayúscula cuando, al apartar de un manotazo el tupido bosque de cabellos, encontró una cola fría y escamosa cerrando el paso a todo pensamiento deshonesto.
    No olvidemos a los cíclopes, violentos gigantes con un único ojo, enorme como un escudo, brillando en medio de la frente. Ulises los ubica en una isla del mediterráneo, donde pasó muy malos momentos con sus compañeros. Debemos creerle y restar relevancia a la malévola especie voceada por su intratable suegra por toda Ítaca: que toda la ODISEA era un puro cuento, inventado por el pícaro Ulises para explicar diez años de jarana fuera del hogar. Con el mismo derecho deberíamos rechazar la versión de Penélope, de que se pasó tejiendo una bufanda interminable durante una década, lapso durante el cual los pretendientes se limitaron a comer las gallinas de la casa, desdeñando púdicamente los opulentos encantos de su anfitriona.
      Llamaré a Cristóbal Colón a testificar a favor de Ulises. En su DIARIO DE NAVEGACIÓN, nada más al llegar a América en 1492, recoge el informe de los naturales acerca de la existencia de hombres con un solo ojo en las tierras recién descubiertas. El propio Herodoto cita al os arimaspos, con idéntica característica. Los lamas del Tibet, por el contrario, saben que hay individuos no con un ojo, sino con tres. El tercero sirve para mirar el futuro. Es la desesperación de los oftalmólogos.

      Algunas crónicas proponen a los esquípodos, precursores del resorte, quienes andaban a los saltos – en esto no fueron nada originales- sobre un único pie. Éste les servía además APRA guarecerse de la lluvia o del sol, a manera de paraguas o sombrilla, según fuese el capricho del tiempo en ese momento.

      Hay constancia de los astómatas de Grecia, que carecían de boca y se alimentaban del aire, virtud que, debidamente actualizada, podría ser aplicada hoy para hacer frente a los agobios de la inflación y del aumento del costo de vida. Nuevamente nos encontramos con que los astómatas no eran únicos en su género. Rabelais asegura, en su inmortal GARGANTÚA Y PANTAGRUEL, que la reina Entelequia “sólo se alimentaba de ciertas categorías, abstracciones, especies, apariencias, pensamientos, signos, segundas intenciones, antítesis, metemsicosis y objeciones trascendentales” (7)

  1. Rabelais, GARGANTÚA Y PANTAGRUEL, t. II Centro Editor de América Latina. Buenos Aires, 1969, pág. 215.

Los Onocentauros

     El ya citado Herodoto oyó hablar de hombres con pies de cabra. La mitología griega es abundante en esas hibrideces que hacen temblar de envidia a los actuales ingenieros en genética. La más famosa de estas creaciones debe ser la de los lúbricos faunos, que andaban por ahí tocando la flauta, empinando el codo y persiguiendo a doncellas a orillas de los arroyos. Son no menos conocidos los centauros – mitad hombres y mitad caballos-,  entre los que descolló el sabio Quirón , maestro de Aquiles y de esculapio; se hizo tan famoso que Dante lo incluyó en el canto XII del Infierno. De los egipcios, mejor no hablar. Mezclaban a la especie humana hasta con pájaros y cocodrilos. Eran el colmo.

      Es, sin embargo, menos popular la nación de los onocentauros, mitad hombres y mitad asnos. Queda en quien esto escribe, y sin aclararse, una abismal duda: cuál era la porción del cuerpo onocentáurico reservada a la rebuznante naturaleza asnal. Si era la ubicada de la cintura para arriba, ello explicaría muchas cosas que originan hoy estériles y bizantinas polémicas. Entre ellas, las que tienen por objeto descifrar el extraño comportamiento de personajes instalados en las posiciones más encumbradas.

     Tal vez los onocentauros hayan sido simples seres híbridos que quedaron a medio camino en la mutación hacia su forma definitiva. Según Apuleyo, en relato que podría proporcionarnos una pista, un asno asumió identidad humana luego de comerse un ramo de rosas. Quizá los onocentauros no comieron la ración suficiente y quedaron con la personalidad eternamente dividida. La parte humana se detuvo a medio camino y no pudo ser completada. Unos perfectos esquizofrénicos.
    Mencionemos, finalmente, el exacto testimonio de Wels quien, en su documentada otra LA MÁQUINA DEL TIEMPO , nos ofrece una estremecedora descripción de los morlocks, horribles especimenes humanoides del futuro; ciegos a fuerza de vivir durante milenios en la oscuridad de malolientes y hondas cavernas. “Estirpe subterránea de los proletarios” (8) , los describió Borges con repugnancia, en un comentario sobre estos habitantes de futuros pero presentidos subsuelos.

  1. Borges, Jorge Luis. EL LIBRO DE LOS SERES IMAGINARIOS, Kier, Buenos Aires, 1967, pág.145.

Ni Jauja ni Mborelandia

      Hasta aquí el relevamiento de estas comunidades de extraños individuos, pacientemente documentadas por cronistas. Ellas nos rehúsan el derecho de asombrarnos ante lo que, a primera vista, parecería desafiar el conocimiento académico, siempre pagado de sí mismo y reacio a aceptar todo lo que escape a su comprensión.

      Una vez despojados de nuestras anteojeras, podremos abordar el tema con más confianza en nosotros mismos. Pero antes debemos desdeñar los cantos de sirena de quienes se han instalado en la vereda de enfrente, allí donde se enarbola el dogma del rasero y el igualitarismo. En ese lugar nos encontraremos con la impugnación constante de nuestra singularidad, y con la idea de que nada nos distingue de los demás pueblos de la tierra. Ya sea repitiendo el credo positivista, el Corán del liberalismo, o los sacros códices marxistas leídos en folletines para escolares, se nos propone la otra cara de la moneda: si no somos algo fuera de los cánones rutinarios de la especie humana, forzoso es concluir que nada nos distingue de ella, como insectos que somos del mismo hormiguero. No somos – para los insomnes profetas de la uniformidad- ni los habitantes del país de Jauja, donde los árboles dan chorizos en vez de frutas, ni la resaca de Mborelandia, como vituperaba al Paraguay nuestro teorema de cafetín, luego de la décima copa de fernet, bebida que nunca se regateaba.

    Bastaría, según esta repudiable herejía que Dios se complacerá en desbaratar, con aplicar a la realidad paraguaya cualquiera de los libros sagrados del cielo elegido por el analista para encontrar las respuestas a todas las interrogaciones. El mismo esquema funcionaría en una toldería de fieltro del desierto de Gobi y en la isla de Maniatan. En Mozambique como en Tinfunque. Sólo se tendrían que leer las páginas adecuadas y aplicar, con la paciente aplicación del copista medieval, las indicaciones precisas.

     Deberemos movernos entre ambas corrientes – el fundamentalismo de la uniformidad y el fundamentalismo de la singularidad- para emprender la alocada búsqueda de la verdad, si es que esta existe en alguna parte. Francisco Delich decía que el Paraguay es “el cementerio de las teorías”. Quizás no lo sea exactamente y sólo pueda definírselo como una especie de refrigerador de teorías, donde se las guarda para que luego puedan ser aplicadas a la realidad con mayor puntería. El territorio de la paraguayología nos ofrece, mientras tanto, el desconcertante atractivo de los arcanos, el misterio de lo remoto, la paradoja de ser más desconocido cuanto más cerca esté de nuestros ojos.