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En estas cosas no se puede improvisar. Para entrar en tema, hay que hacerlo con claridad, sin vacilaciones, con indomable exactitud. Pero hay algo que debemos aclarar. La ciencia exige el culto del método, ese conjunto de maneras y procedimientos que introduce el orden aun en la locura y el delirio. El rigor científico exige precisiones y clasificaciones. Y también pruebas, demostraciones y comparaciones. En el capítulo anterior hemos satisfecho el primer requisito exigido por la ciencia: la definición. Ahora debemos clasificar. No es nada fácil. Necesitamos una exacta taxonomía que incluya todas las variedades, órdenes, familias, géneros, especies y subespecies de esta peculiar alimaña de la creación. La taxonomía nos propone una primera bifurcación: la que existe entre los pesados absolutos y los relativos. Son otros tantos caminos que permiten adentrarnos en el peligroso territorio de la pesadez. Tenemos, pues, un resplandeciente punto de partida. Es como tener a mano la brújula marina, cuya temblorosa rosa de los vientos nos orienta en medio de una noche de tormenta. Con ella ingresaremos a este fascinante territorio. Pero debemos anticipar que, durante el atormentado itinerario, tropezaremos con algunas regiones todavía sumidas en la densa oscuridad. Zonas tortuosas y desconocidas, huérfanas de mapas y catálogos, sin itinerarios para turistas ni carreteras señalizadas. Hace falta aclarar algo que es previo. La anterior distinción parte de un supuesto muy discutido: la propia existencia del pesado absoluto. Una larga y furiosa polémica existe alrededor de esta cuestión. Por eso ella está lejos de suscitar la silenciosa unanimidad que hoy tienen la ley de la gravedad, la circulación sanguínea, los movimientos de rotación y traslación del globo, la redondez de la tierra y la evolución de las especies. Por eso, la existencia del pesado absoluto concita tantas dudas y suspicacias como el abominable yeti, el monstruo del lago Ness, las amazonas, los hombres-vampiros de Transilvania y los extraterrestres. Como los coloridos trasgos, gnomos, sirenas, dragones, unicornios, basiliscos, serpientes marinas, grifos y lobisones pacientemente pintados por los monjes medievales en coloridos bestiarios. Se hablaba -se habla- de todos ellos, pero nadie los ha visto. No se ha documentado su existencia con pruebas irrefutables. Las presentadas por supuestos testigos que vivieron en esas época oscuras no son convincentes, y no han logrado persuadir a las luminarias de la ciencia. Por eso muchos -casi todos- postulan que el pesado absoluto es una fábula para niños, un ingenuo cuento tártaro. Sería, desde luego, más tranquilizador saber que es sólo un inocente ejercicio de fabulación. En realidad, espanta el sólo imaginarlo. Estremece suponer esta sombra siniestra planeando amenazadoramente en medio de nuestras pesadillas: El protopesado, el pesado de los pesados (argel de argeles, chato de los chatos, coñazo de los coñazos; en suma, el plomo insigne), líder máximo de los pesados1, jefe de la escuadrilla, santón, gurú, almirante de la flota, totem, califa, capitán general, imán, sumo pontífice, emir, cacique, primer ministro, condottiero, adalid, sultán, cabecilla, chaman, elefante blanco, sheriff, dalai lama, jeque, capomaffioso. Mientras tanto, el lector puede reflexionar sobre el paradigma del plomo total, a través de un especialista internacional, consultor de las Naciones Unidas en Pesadología. “El chatanás - así lo lo llama certeramente Guilherme de Figueiredo en su TRATADO GERAL DOS CHATOS- es incurable, irremediable, irrecuperable, irreversible, inevitable, inenarrable, retroactivo, infinito, indiscutible, indivisible, implacable e inmortal”.
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