LA POLILLA AZUL
Helio y la Tierra sin Mal
SALAMANCA. En su “blog” de Internet, Helio Vera dijo sentir que se encontraba más cerca del fin que del comienzo (¿habrá sabido lo cerca que realmente estaba?); pero más amarga es su premonición que no vería nunca la “Tierra sin Mal”, ese lugar mítico de los guaraníes que alimentó tantas utopías. Alimentó incluso la suya propia y la persiguió como uno de los objetivos principales de su vida. Como esa “Tierra sin Mal” no existe en ninguna parte, sino que debe estar en el sitio en que cada uno de nosotros vivimos, utilizó la palabra como arma afilada y el humor como el escudo que lo blindaba de la mediocridad que constantemente pasa su rasero sobre nuestras cabezas para que ninguna sobresalga de entre todas.
A esta altura ya se ha dicho de Helio todo aquello que era de esperar: buen amigo, inteligente, brillante en sus apreciaciones, agudo en sus juicios, penetrante en sus análisis, con un sentido del humor que no tenía compasión de quien no merecía ningún tipo de compasión.
Todo esto es cierto, pero por momentos siento el temor de que termine pareciéndose más a esos personajes de las publicaciones de “vidas ejemplares”, y que no ofrezca la imagen de un ser humano con su fortaleza y sus debilidades; un ser con el que podíamos encontrarnos en la calle y que sin embargo era capaz de mover a la risa, a la reflexión, a la crítica; hasta era posible disentir con sus puntos de vista que él encontraría aquellos en los que había coincidencia para que ese momento del encuentro amistoso no se echara a perder.
Siempre llegaba tarde a nuestra tertulia de los jueves, a la hora del almuerzo en el San Roque. Llegaba con paso rápido y sólo después que el mozo le tomaba el pedido se relajaba y luego tenía la “última noticia” o la “última anécdota” que la contaba como si estuviera escribiendo, del mismo modo que cuando escribía era como si estuviese hablando.
Si alguien, por su parte, contaba algún disparate dicho por un político famoso, tomaba el teléfono, le llamaba a su secretario y le dictaba la frase de modo que la anotara en el archivo correspondiente de la computadora. De este modo iban creciendo sus libros.
Cuando semanas atrás falleció repentinamente su hijo mayor, le puse un mensaje de pésame y más tarde me escribió acusando el recibo de mis líneas y finalizaba diciendo “Lo que me pasó es la experiencia más dura por la que puede pasar un ser humano, por las razones naturales conocidas...”. Fue tan dura, que se quebró.
Ernesto Sábato, en su libro autobiográfico “Antes del fin” recuerda a uno de su hijos que murió en un accidente de tráfico y dice que daría todos sus premios, todos sus honores, todos sus reconocimientos, con tal que el hijo pudiera regresar y sentir su voz, y la de su mujer, y la de sus niños llenando la casa en la reunión familiar de los domingos.
Helio no pudo dar todos sus premios, todas sus distinciones, todas sus glorias. Dio, sin embargo, aquello que le era lo más valioso que tenía después de sus hijos: su vida.
Quizá por eso no quiso regresar de las tinieblas de la inconsciencia en que su organismo lo había sumido.
Lo primero que se detuvo en él fue su cerebro, el sitio donde se crean las ideas, donde se fraguan los pensamientos, donde el concepto se encarna en la palabra, donde se forjaban las armas que le servían para perseguir su utopía, esa tierra sin mal que todos, consciente o inconscientemente, perseguimos.
Porque aunque los pensadores apocalípticos hayan decretado el fin de las utopías, ellas siguen existiendo, todos tenemos derecho a ellas.
Y si algunas han muerto, debemos inventar otras nuevas. Como la “Tierra sin Mal”, que Helio temía no alcanzar a verla. Y no la vio.
Pero nos dejó algunas herramientas, algunos mojones que marcan un sendero, o varios senderos, que podemos seguir tratando de llegar a ver, esa tierra que tal vez no exista, pero que nos alivia recorrer el camino.
Jesús Ruiz Nestosa
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