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Un encuentro con Plácido Jara

Por Mario Rubén Alvarez

Helio era un enamorado de los compuestos, ese género de la poesía popular heredera de los romances españoles y que se parece al cuento y a la novela porque su esencia es el relato. Comentaba él que Mateo Gamarra no había hecho nada extraordinario ni siquiera digno de mención al no inmutarse cuando en el Puerto Guarani —Alto Paraguay—, el 12 de octubre de 1931 bailó con “un tal Emilia Ortiz” mientras Delfina Servín —su serviha— le imploraba “Anívéna upéicha reiko”. “No hay caso”, le respondió el que unos minutos después, ya agonizando después de recibir los “cinco tiro seguido”, tendría todavía el descaro de preguntarle a su mujer: “Mba’ére piko Delfina/ rejapo kóicha che rehe”.
Conocedor del paraguayo hasta su médula —según revela su ensayo “En busca del hueso perdido”—, discípulo aventajado de monseñor Saro Vera, Teodosio González y otros profundos observadores empíricos del teko paraguái, decía que en la “lógica” y en la “ética” de Gamarra, éste no estaba transgrediendo ninguna norma. Por eso
 —indicaba Helio— él había resuelto: “Si es que ojedisgustárô/ che apoíntene ichugui”.
Andando detrás de esas expresiones de la cultura oral, cierta vez cayó en mis manos una joya del género: un compuesto dedicado a la huida de Plácido Jara y sus andrajosos compañeros hacia Itanarâ, en el Alto Paraná, luego de ser derrotados por las fuerzas gubernistas en Ka’i Puente en 1923 para poner fin a la guerra civil protagonizada por los “sáko puku” y los “sáko mbyky”, facciones del Partido Liberal.
Recuerdo que nos encontramos en un lanzamiento de libro en “El Lector”. Le conté que obraba en mi poder una pequeña joya que podría ser de su interés. “Mba’éiko, mba’éiko, cantá pues, cantá”, me martilló sobre la marcha como en un juego de truco. “Erúpy, erúpy jahecha” volvió a repiquetearme después de que le contara de qué se trataba.
Los días posteriores me bombardeó con llamadas. Quedamos en encontrarnos en la presentación de otro libro en el Juan de Salazar. Hasta ahora recuerdo el brillo intenso de sus ojos cuando leyó, conmovido, el compuesto de Plácido Jara. El anónimo autor decía que el montonero era un diestro jinete y que “bálagui ipya’eve”.
“Peichaite…peichaiteva’ekue”, fue la conclusión de Helio.
Viéndole dichoso como un niño que acababa de encontrar en el monte un ala de mariposa, esa noche quedó para mí ratificado que la felicidad esta hecha de pequeñas cosas inmensas.