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Manual para recordar a Helio

Bernardo Neri Farina

Helio envidiaba una sola cosa de Roa Bastos: que éste fuera citado por las modelos como autor literario preferido.
Péa nio la che aipotáva, exclamaba con su risita filosa de pillo inocente. El día que las top models me mencionen como su escritor de cabecera, ni na maña mo’avéima penderehe, concluía tajante para luego emprender la huida con sus pasos apurados.
Ko’âva nio la gracia de Dios, proclamaba, con voz medida de profeta sabio, ante el paso de una doncella de buen ver, según su castiza denominación de lo que el vulgo callejero llama linda pendeja.
Hasta en las chanzas, sosteniendo su imbatible tesis de que el cangrejo es inmortal, Helio guarecía la estética del idioma. Estaba en permanente ejercicio mental, en una perenne esgrima dialéctica que obligaba a su eventual contertulio a aguzar el ingenio retórico y a darle a cada la palabra su exacta dimensión conceptual.
Quien sucumbiera a la tentación de hollar los lugares comunes idiomáticos en ese juego de agudezas en que se transformaba toda conversación con él, pasaba a integrar una fauna que Helio –en su admonición implacable– definía como chanterío espantoso.
Se aburría donde primara lo ordinario. Se alejaba virtualmente de cualquier reunión en que la inteligencia fuera escasa, dejando que su mente buscara la frescura de algún oasis lejano. Con su pensamiento podía transportarse e instalarse en cualquier parte.
Era un eterno alumno de la vida. Allí donde pudiera aprehender un conocimiento nuevo, se sentía un niño feliz que esgrimía su inacabable curiosidad como herramienta cabal de aprendizaje.
Sabía aprender porque sabía buscar. Identificaba de lejos a quienes travestían su ignorancia con una monserga. Y escuchaba con devoción a la gente común que le transmitía mansamente la sabiduría silvestre de lo simple.
Se cuidaba de emitir juicios de valor absolutos. Sabía que el mundo por conocer era infinitamente más grande que el mundo conocido y por lo tanto nada era definitivo ni terminante.
Como Roma, abría desde sí los caminos al conocimiento para que pareciera que toda la sapiencia convergía en él. Una noche de los años 80, en casa de un amigo periodista, mantuvo estupefacto a un embajador coreano exponiéndole lo que sabía sobre la milenaria cultura de Corea. El diplomático le escuchaba fascinado porque no conocía algunos detalles de lo que Helio le contaba de su propio país.
Cuando le pregunté “mba’eicha pio nde reikuapa umía”, me respondió con un indiferente “y son esas cosas que no sirven para nada pero que da gusto saber”. Saber por el gusto de saber. Ese era un entrañable código helioverístico.
Era incansable trabajando con su intelecto. A su velocidad de rayo para pensar y escribir, refrenaba luego con la reflexión parsimoniosa con que corregía sus escritos. Ahí y entonces confluían en él el observador profundo, el creador inagotable, el esteta tenaz y el autocrítico intransigente. Lo vi corregir su libro impreso Diccionario del paraguayo estreñido, con una minuciosidad digna de una geisha preparando el té.
En persona parecía hosco, áspero, indiferente a todo. Era su apariencia. Dentro le bullía una ternura que él se negaba a exponer para que nadie confundiera esa condición tan suya con debilidad. Tenía una sensibilidad delicada que solo dejaba sondar a quienes eran sujetos de su afecto. Se conmovía intensamente con aquello que afectara sus sentimientos. Solo que no lo demostraba.
El humor exquisito era una expresión superlativa de su calidad intelectual. Además, era su fortaleza para contrarrestar los embates de las angustias invasoras que insistían en sitiarlo. No fue un humorista. Fue un hombre con humor.
Varias veces me confesó que le apenaba que sus libros más vendidos fueran aquellos identificados con la sátira, mientras los que él más quería (entre ellos La paciencia de Celestino Leiva) pasaban casi inadvertidos para el público.
Su sarcasmo (más benévolo que malévolo), volcado sobre todo en sus columnas periodísticas, operaba como un estilete que burilaba en cada párrafo los códices del exorcismo con que espantaba a sus demonios.
Crítico en extremo de los políticos que manejan el país, sabía que si entraba en la tolvanera de comentaristas que escriben al compás de su particular enojo, sería apenas uno más. La plenitud de su visión y la rigurosidad de sus análisis, le imponían un estilo que primero sedujera al lector.
Al principio no fue comprendido. La argelería, esa condición casi privativa de los paraguayos, hacía que muchos confundieran su humor con frivolidad, con ligereza. Y Helio podía ser cualquier cosa menos frívolo y ligero. Sus artículos eran la exposición gráfica de su espíritu maduramente crítico.                    
Hoy se habla de su obra, de su trayectoria, de su trascendencia en la literatura paraguaya. Yo preferí hablar del ser humano. De ese otro Helio que yo conocí.
Se murió Helio Vera. ¡Chanterío espantoso! Solo espero que alguna modelo declare ahora que lo lee, para saberlo tan inmortal como el cangrejo.

 

Suplemento Cultural ABC Color. Marzo de 2008