El pelo era largo y sedoso, y el sol de la tarde le arrancaba breves estrellas doradas. Toto Armendáriz lo desplegaba orgullosamente, los extremos sostenidos por dos férreas pinzas: el índice y el pulgar de cada mano. Y se inflaba como un sapo.
-Nunca encontraré uno más largo. Ni creo que exista. Fijáte bien.
Para un pelo púbico, su longitud era, en verdad, excepcional. ¿Veinte centímetros? ¿Treinta? Tenía algo de la cabellera resplandeciente de una walkiria, el pelo grueso de un San Bernardo, la barba alborotada de un fakir, los bigotes erizados de una morsa. Pero Toto tenía razón. Era un récord. Digno de la guía Guinness, con su catálogo de curiosidades. Esta vez, la colección se había enriquecido con una pieza única. ¿De qué nido había sido arrancado? Su voz tuvo un tono de estudiada nostalgia.
-Ella se fue. Y no creo que nunca vuelva a verla.
Me resumió brevemente la aventura. Los detalles no son importantes ni merecen el honor de los pormenores. Era una extranjera, tal vez norteamericana, tal vez canadiense, a quien había conocido en la calle. Ella le preguntó una dirección. Servicial, la invitó a llevarla en su auto. Hizo de guía de turista. Le hizo conocer la ciudad, la llevó a cenar y, por último, fueron a parar a una discoteca. De allí, a un apresurado motel de San Lorenzo, en cuya entrada le guiñaba una inequívoca luz roja. Ella estaba borracha y reía escandalosamente.
No me detendré en lo secundario, en el oscuro apareamiento en una pequeña habitación flanqueada por espejos, bajo una moribunda luz rojiza. Ella gritaba en inglés, seguramente obscenidades. ¿Qué otras cosas podía decir? Desde la pared, los altavoces vomitaban una cumbia desaforada que les impedía escucharse. Toto no pudo disminuir la intensidad del ruido: no encontró en el panel, ubicado bajo la mesita de noche, el dial. Pronto llegó a la conclusión de que no valía la pena perder el tiempo.
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