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I
En las Escrituras no hay perdón para los ladrones y tampoco en el implacable Código de las Partidas, de arraigada vigencia en el Paraguay. Por eso el negro Gaspar tiene el cuello y las dos manos atrapados en un cepo de urundey, y los pies sujetos a una barra de grillos. Sólo con mucho esfuerzo, pero a riesgo de golpearse la nuca, puede mover la cabeza hacia arriba para mirar un trozo de cielo sin nubes; o, un poco más cerca, la galería de la casona, bañada en sombras, donde su amo, el justo y honorable don Salvador de Roxas de Aranda, se balancea lentamente en un sillón de mimbre mientras fuma un cigarro de hoja. Es ahora cuando empieza la última parte del tormento: los cincuenta latigazos que deberá descargar sobre sus espaldas Tomasito py-guasu, negro como él y también esclavo. Los golpes comienzan a caer. Gaspar soporta los primeros apretando los dientes con ferocidad, pero pronto su voluntad es superada. Cierra los ojos y grita, con desesperación. No pide perdón, porque sabe que no se lo darán; pero se encomienda a su madre, para que lo bendiga desde el cielo, ese sitio distante donde desaparecen las penurias humanas. Don Salvador contempla la escena desde el sillón, mientras se rasca las piernas con la fusta. De pronto, sobre sus bien lustradas botas de caña alta caen unas salpicaduras de sangre, arrancadas de la espalda del negro. Molesto, se levanta y retrocede unos pasos. Después, entra al interior de la casa. Sabe que Tomasito completará su misión escrupulosamente, con la lealtad de un perro; por eso se mueve con ceremonia, con severa economía de gestos. Responsable, como debe serlo un buen verdugo, lleva la suma con los dedos de la mano, para no errar en la cuenta. Hay algo que no debe omitirse: el suplicio incluye una demostración de destreza, un toque de aplaudida espectacularidad. A veces, cuando todos esperan que el látigo caiga sobre el ladrón, Tomasito lo hace estallar inofensivamente en el aire. Hace un minuto, el propio Gaspar fue engañado por el simulacro. No pudo evitar un estremecimiento defensivo, una tensión desesperada de todos los músculos para aguantar, lo mejor que podía, ese golpe que después se perdió en el vacío, con un aterrador estampido. Pero seamos precisos: ese latigazo despilfarrado en el aire no se suma a los demás. Los demás no comprenden muy bien lo que está pasando, y por eso miran la escena con un contenido malestar. Del amo hay que decir que es un individuo severo, pero justo. No perdona la menor falta, y menos aquellas que la Santa Madre Iglesia condena como pecados capitales. Pero nunca se excede en la respuesta. Don Salvador no es un animal, no suele serlo. Además, sabe que los castigos pueden anular físicamente a sus negros y envilecer su precio. Esta furia es, cuanto menos, inusual. Cincuenta latigazos. Ya no puede llorar, porque en algún recóndito escondrijo se habrá roto el oculto recipiente de las lágrimas. Cincuenta. Cayeron sobre sus espaldas con toda la fuerza que pudieron darles los hercúleos brazos del verdugo. No le perdonó uno sólo. Ahora Gaspar sabe que no sirvió de nada haber callado todas las veces que lo sorprendió en sus fugas de la barraca para ir de farra. Nomás hace apenas quince días, cuando lo encontró tendido frente al portón, donde lo habían dejado sus compinches de jarana. Tuvo que llevarlo a hombro hasta el galpón de los esclavos y, gracias a su discreción, nadie supo lo que había pasado. Y ahora el mal nacido le está desollando vivo. Malagradecido, Tomasito.
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