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Con fatigosa puntualidad, cada octubre recrudece una antigua e insoluble polémica: quién llegó primero a territorio americano. Se han atribuido este privilegio cronológico rusos, chinos, árabes, turcos y escandinavos, con idéntico entusiasmo. El recuento de las pruebas de esos brumosos viajes a través del mar ha permitido a varios autores, en sus respectivas naciones, frecuentar el éxito bibliográfico. El Quinto Centenario del primer viaje de Colón es pretexto suficiente para que el barullo de esta disputa reciba los honores del reverdecimiento. Los investigadores enarbolan antiguos y misteriosos mapas dibujados en plena Edad Media, en los que anónimos geógrafos dibujaron los contornos exactos de este continente. Viejos per¬gaminos rescatados del polvo, la soledad y la penumbra nos abruman con las peripecias de intrépidos navegantes de esos tiempos remotos. Señal inequívoca, nos juran con religioso fervor, de que algunos marinos ya habían visitado estas tierras mucho antes que Colón. Los relatos nos dicen que, poniendo proa hacia el Oeste, aquellos hombres llegaron a costas lejanas, habitadas por pueblos cuya piel tostada provocaría la unánime envidia de los actuales veraneantes de Marbella o la Costa Azul. Causaba estupor que tales cosas ocurrieran, ya que se suponía que en esas latitudes terminaba el mundo y el mar se precipitaba hacia un abismo voraz e infinito. Los estudiosos se desvelan con las similitudes entre las embarcaciones del antiguo Egipcio y las que navegan en el lago Titicaca. O buscan el sentido de los petroglifos dejados en las cavernas por los americanos precolombinos, atribuyéndolos desaprensivamente a mensajes dejados por barbudos y sudorosos guerreros vikingos. O escudriñan el diseño de tejidos y cacharros para postular parentescos con remotas culturas orientales. Los historiadores proponen varios otras oscuridades para la interminable polémica. Por ejemplo, el sitio exacto donde desembarcó Cristóbal Colón, el itinerario de su flotilla, el nombre y las dimensiones de sus naves y hasta su verdadera identidad, que acaso era la de un judío apresurado por escapar del creciente mal humor de la Inquisición Española. Separar la verdad de la mentira es, infelizmente, más difícil que apartar el trigo de la cizaña, ejercicio que nos propone una milenaria parábola bíblica. Tal vez sea tarea superior a las fuerzas de los más avezados especialistas; tal vez el esfuerzo no valga la pena y sea mejor aceptar, en vez de la inasible esencia, la apariencia de las cosas, porque ella está más cerca de la naturaleza humana. En la Edad Media se consideraba parte de la geografía al extraño país de Jauja donde, con botánica puntualidad, los árboles entregaban sabrosos chorizos en vez de frutas. ¿Por qué asombrarse, entonces, ante la existencia de ciudades americanas pavimentadas con oro, de la exclusiva isla de las Amazonas, de individuos dotados de graciosos rabos y de la existencia de la mismísima fuente de la Eterna Juventud?
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